La sabiduría nos dice que no somos nada, que la vida es sueño, una ilusión perecedera, una burbuja evanescente. La sabiduría nos susurra que todo es vanidad o, como dirían los budistas, vacuidad, que el yo y el resto de la realidad están desprovistos de verdadera existencia. En cambio, el amor proclama que lo somos todo o, más brevemente, que somos. La sabiduría niega, mientras que el amor afirma. Por tanto, habrá que acostumbrarse a la idea de ser todo y nada, de ser y no ser al mismo tiempo.
BUDISMO, BÖN, MAHAMUDRA, DZOGCHEN, FILOSOFÍA MEDITACIÓN, CONTEMPLACIÓN
BUDISMO Y VACUIDAD
El budismo se articula en torno a dos elementos complementarios que lo diferencian de otros caminos espirituales. El primero consiste en la noción de vacuidad (anatma o shunyata) que define al budismo como una tradición no-teísta, no-determinista y no-dogmática. El segundo es el proceso meditativo denominado visión penetrante (vipashyana) que permite alcanzar e integrar la comprensión la vacuidad en la vida cotidiana. El término «vacuidad» se refiere tanto a la carencia de identidad independiente de las personas (en cuyo caso se denomina anatma) como de todo tipo de fenómenos (en cuyo caso se denomina shunyata). La primera perspectiva prosperó principalmente entre las escuelas del hinayana (sautrantika y vaibhasika) mientras que la noción de shunyata que, en cierto modo, puede considerarse una consecuencia o una profundización de la primera, se desarrolló entre las escuelas que conforman el mahayana (cittamatra y madhyamaka), todo ello de acuerdo a la clasificación tibetana de las escuelas budistas que no podemos olvidar que no tiene una correspondencia histórica literal.
Para investigar la naturaleza del yo y llegar a comprender lo que significa la vacuidad del yo debemos, en primer lugar, tratar de percibir, clara y distintamente, el objeto a investigar. En este caso, el objeto a investigar es el yo. De ese modo, de entrada no se dice que el yo exista o no exista, sino tan sólo que se ha de investigar el modo en que se manifiesta. En primer lugar, hay que determinar si puede aislarse o ser definido como un elemento puramente corporal o exclusivamente mental. De este modo, constatamos que el yo no es un elemento corporal porque no puede ser asociado o localizado en ninguna parte concreta del cuerpo, el corazón y, ni siquiera, el cerebro. Tampoco es un elemento exclusivamente mental porque no puede ser identificado con un estado de ánimo, un sentimiento o un pensamiento determinados. De igual manera, tampoco se puede afirmar que el yo es independiente del cuerpo o de la mente porque siempre referimos todas nuestras experiencias a ese supuesto yo. Así, cuando tenemos frío, por ejemplo, decimos «yo tengo frío» y no «mi cuerpo tiene frío». O cuando nos sentimos tristes decimos «estoy triste? y no, «mi mente está triste». Por otro lado, este yo tampoco es algo independiente del complejo psicofísico, porque para referirnos a él siempre tenemos que hacerlo relacionándolo con algún elemento físico o mental. Puedo imaginar que «mi» mano, «mi» cabeza, «mi» dolor o «mi» depresión me pertenecen, pero no puedo concebir un yo sin cuerpo, sin sentimientos, sin pensamientos y, en definitiva, sin un soporte psicofísico con el que pueda identificarme. En consecuencia, construimos todas nuestras experiencias alrededor del yo, pero si nos detenemos a buscarlo, localizarlo o definirlo no podemos encontrarlo. Dogen, uno de los maestros más importantes del Zen japonés, resumía la posición budista con respecto al “yo” del siguiente modo: «Estudiar el budismo es estudiar al “yo”. Estudiar al “yo” es perder al “yo”».
Por otro lado, el hecho de no poder localizar al yo, cuando lo buscamos analíticamente, no debe llevarnos a la precipitada conclusión de que lo que afirma la doctrina de anatma es que el yo no existe en modo alguno. De lo expuesto puede colegirse claramente que el budismo no propone la simple aniquilación del yo, sino tan sólo su vivencia correcta y en ese sentido lo único que afirma es que el yo no es un centro independiente, un átomo fantasmagórico o una entidad absoluta, sino una categoría funcional que sirve para designar un conjunto de fenómenos, una imputación establecida en dependencia de una serie de acontecimientos psicofísicos. La negación pura y simple del yo reduciría la perspectiva de anatma a la posición del nihilismo, uno de los dos extremos filosóficos que el budismo siempre ha tratado de evitar. Anatma tampoco sirve, por supuesto, para afirmar un supuesto yo trascendental, inmutable y eterno separado de un yo empírico, transitorio y terrenal, lo que nos conduciría al extremo filosófico contrario, el eternalismo.
Por tanto, el sentido del yo, aunque presente en cada una de nuestras vivencias, escapa a toda determinación, fijación o esclerotización. Cuando queremos atraparlo, definirlo y convertirlo en una fortaleza definitiva o en un punto absoluto de referencia se convierte en una fuente de problemas, pero vivido del modo correcto constituye el camino mismo de la iluminación. El budismo, en suma, tan sólo afirma que el yo es un filtro, un estado de conciencia, una interpretación de la realidad adquirida tanto a través de la educación como a lo largo de millones de años de evolución biológica. En este último sentido, desde el punto de vista budista, podría decirse que todos los estados evolutivos —desde la ameba hasta el ser humano— tienen como hilo conductor dicha conciencia egoica, más o menos sofisticada, que trata de perpetuar su falsa existencia separada o independiente mediante lo que la psicología moderna definiría como una extensa gama de represiones y proyecciones.

Por su parte, las escuelas del mahayana hacen extensivo el principio de indeterminación del yo a todos los fenómenos y categorías tanto internas como externas. Así, mientras anatma supone una crítica al concepto del «sujeto absoluto», shunyata, profundizando en dicha crítica, pone entre paréntesis la idea de «objeto absoluto». Shunyata supone una revisión del carácter monolítico o estático del concepto de sustancia. Nuestra realidad aparentemente sólida, inalterable y sustancial es, a lo sumo, puro movimiento. Aparece y desaparece simultáneamente. Por ello, dada la instantaneidad o momentaneidad de todos los elementos de la existencia resulta imposible aplicarles ninguna categoría definitiva.
Estamos empeñados en la búsqueda de la sabiduría, pero «para el sabio todo es dolor». Sabiduría es desilusión, en el sentido real del término de contemplación sin velos de la realidad. Por eso, para ser capaces de soportar la visión cruda de la impermanencia, el sufrimiento y la falta de existencia inherente de nuestro propio yo, necesitamos poseer una personalidad bien formada que haya completado todos los estados evolutivos previos. Por ejemplo, cuando el Buda renunció al mundo tenía algo a lo que renunciar. Era un rey que había gozado de toda la riqueza y esplendor de la vida. Es lo que se denomina en el budismo «precioso renacimiento humano», que, claro está, no puede ser realmente precioso hasta que complete también sus posibilidades espirituales o transcendentales, pero para que sea capaz de desarrollar dichas posibilidades necesita desarrollar al máximo sus posibilidades de experiencia netamente humanas. Para poder percibir los aspectos más insatisfactorios de la existencia debemos contar con un ego psicológicamente fuerte. Pero un ego fuerte no significa un ego egoísta, salvaje y poco desarrollado, sino un ego rico capaz de asimilar todo tipo de experiencias, educado en el sentido real de la palabra educación que no depende ni de los libros que se hayan leído ni de la extracción social particular. Para llegar a ser un verdadero mendigo, primero hay que ser un rey.
Asimismo, en lo que concierne a la vacuidad de todo concepto el razonamiento podría ser parecido. Parecería que Nagarjuna nos está aconsejando que desechemos todo tipo de esfuerzo en el aprendizaje y que renunciemos a cualquier actividad intelectual. Sin embargo, el hecho histórico es que tanto Nagarjuna como muchos otros maestros budistas llevaron a cabo una abundante actividad literaria y filosófica que resulta bastante paradójica en una enseñanza que aparentemente huye de toda conceptualización. La puesta entre paréntesis de la noción de sustancia no implica la negación nihilista de la realidad sino tan sólo la completa identificación entre el ser y el devenir, con el consiguiente y sorprendente descubrimiento de que cada existencia particular es un acontecimiento sincrónico que se sustenta, por decirlo de algún modo, en la totalidad. Cada existencia concreta tiene como su fundamento al resto del universo y es el reflejo de una serie infinita de relaciones, constituyendo, a su vez, tanto la meta como el punto de partida de la cooperación simultánea de todos los elementos de la realidad.
Resulta fácil entender el carácter no-teísta del budismo si extendemos el principio de vacuidad, tanto del yo como de los fenómenos, a una escala cósmica. Un ego divino independiente del universo parece tan poco probable como un ego independiente en el nivel humano. Habría que señalar, dicho de paso, que la vacuidad no constituye, por sí misma, un principio creador. En lo que respecta a una posible explicación del origen del mundo que, en ningún caso, adopta en las filosofías orientales la forma de una creación ex nihilo, el budismo siempre ha sido pluralista, es decir, ha tratado de explicar el surgimiento de los fenómenos postulando que proceden de una colección de causas concomitantes o interdependientes. De una sola causa no se deriva ningún efecto porque este último es el resultado de una superposición de causas. La noción de vacuidad, por tanto, constituye también una crítica a la teoría lineal de causa y efecto. Esto es importante a la hora de considerar cuál puede ser, desde el punto de vista budista, el criterio exacto sobre la ley del karma, por ejemplo, que, como tantas otras ideas del budismo, se ha interpretado frecuentemente de un modo estandarizado.

En lo que respecta a su antidogmatismo, desde la declaración inicial del Buda Shakyamuni donde aconsejaba no confiar en la elevada autoridad de las personas, en la salvación prometida por los mensajes revelados o en el prestigio de tradiciones inmemoriales, el budismo siempre se ha mostrado accesible tanto al razonamiento crítico como a la experiencia meditativa directa. Tras la presentación y la reflexión sobre la visión de la vacuidad viene la meditación, o la constatación experimental mediante la aplicación en el laboratorio de la conciencia de las enseñanzas. En el budismo zen se dice a este respecto: «Escuchar con el oído, meditar en el corazón y practicar con el cuerpo».
La meditación propia del budismo se denomina vipasshyana. Según uno de sus sentidos etimológicos, el vipashyana también implica una contemplación de la realidad «a la inversa» de nuestro modo habitual de considerar las cosas. Ese sentido coincidiría con la célebre cita del Lankavatara-sutra que habla de revulsión en la conciencia fundamental, es decir, si estamos habituados a la perspectiva del yo tratamos de situarnos en la del no-yo, si estamos acostumbrados al tener, tratamos de concebir la situación desde el punto de vista del no-tener, si estamos acostumbrados a contemplar el flujo de la existencia desde un centro imaginario, tratamos de comprender cómo hemos llegado a formar dicho centro y comprobamos si es posible contemplar la existencia de otro modo. Así pues, el budismo no propone esencialmente nada. Lo único que hace es proporcionarnos elementos para desmantelar nuestro sistema de ídolos filosóficos, científicos, religiosos, personales, existenciales, etc.
Sin embargo, no debemos concluir de todo lo anterior que el budismo sea equiparable al escepticismo sistemático de los estoicos, que constituya un existencialismo cerrado en su propia angustia o un agnosticismo a ultranza. Cualquier comparación entre los puntos de vista de la filosofía oriental y occidental constituye sólo una mera evocación porque, en Oriente, jamás se ha concebido una filosofía puramente especulativa separada de la vida ni se ha entendido la teoría separada de la práctica. En cualquier caso, en Oriente se ha filosofado con todo el ser y no con el intelecto solamente.
Para ayudar a ese desprendimiento, a esa revolución en nuestra perspectiva vital, necesitamos aplicar una investigación sostenida que, en sus inicios, no desdeñará el razonamiento. Pero esta investigación no supone un fin en sí mismo, sino un medio válido tanto para comprobar la validez de las enseñanzas como para consolidar y asentar las posibles experiencias meditativas. No se trata, por tanto, de una mera investigación intelectual que, llevada hasta sus últimas consecuencias, siempre conduce a un callejón sin salida. No obstante, siempre es preferible ese final a convertirse en un seguidor ciego. La investigación y la duda constituyen la mayor garantía de libertad con que cuenta la mente humana y, como tal, difícilmente debemos renunciar a ellas. Por tanto, hemos de desconfiar de aquellos sistemas donde no se permiten la exploración, el cuestionamiento o la duda. El pensamiento conceptual no es malo en sí mismo. Lo erróneo, en cualquier caso, puede ser el uso o la relación que establecemos con él.
La duda, vivida desde lo más profundo del ser, puede adoptar la forma de una investigación y una búsqueda exhaustivas, pero de carácter no especulativo o intelectivo, tal y como demuestran los famosos koan del budismo zen, que representan los instrumentos de investigación de la vacuidad más importantes. Por eso se dice en el Zen que la Gran Duda, junto a la Gran Fe y a la Gran Energía, constituye uno de los tres pilares de la práctica. La meta del koan es fundir todo el ser con el estado de duda que, al fin y al cabo, es el presupuesto esencial de la inteligencia y de todo proceso de aprendizaje. Esta sensación de duda se denomina técnicamente I-ching. Pero, en última instancias, todos los koan e incluso todas las cuestiones filosóficas se reducen a una sola pregunta: «Qué ―o quién― soy yo». Y, al final, lo único que importa en esa pregunta no es ya su contenido, sino el interrogante que suscita. No ya el quién o el qué, sino solo la pregunta existencial vacía de todo concepto, contenido o presupuesto. Y, más allá, sólo queda el lugar desde donde emana la pregunta. Por otro lado, esta interrogación no sólo simboliza el misterio irreductible de la vida sino que, en lo que atañe a la práctica budista, alienta continuamente a redescubrir e integrar el mensaje de las enseñanzas y a no limitarnos a la imitación simiesca o a la repetición del loro. Sólo de ese modo podremos tener una experiencia directa de la realidad que sea auténticamente original.
Teóricamente al menos, en el budismo el practicante se ve obligado a relativizar y a poner todas sus experiencias siempre en una perspectiva más amplia para tratar de percibir cuál es su situación real y no conformarse con las ideas cedidas por otros o con un subterfugio sentimental que le permita sublimar sus frustraciones y temores personales. Tiene que ir aprendiendo a dejarlo todo atrás, a no retener nada. «Si te encuentras al Buda, mátalo», reza un antiguo proverbio zen porque, a la postre, el budismo es una balsa que nos ayuda a cruzar el indómito río de la ilusión pero, una vez conseguido ese objetivo, debemos abandonar la balsa si no queremos ver impedida cualquier evolución ulterior.
DE CÓMO NAROPA ENCONTRÓ A TILOPA
En cierta ocasión, cuando 'Jigs-med grags-pa (Abhayakirti) se hallaba de espaldas al sol estudiando textos de gramática, epistemología, preceptos espirituales y lógica, una sombra terrorífica se cernió sobre él. Cuando volvió la cabeza vio a una anciana tras de sí que mostraba treinta y siete características de fealdad. Los ojos enrojecidos que se hundían en unas cuencas profundas; su cabello estaba enmarañado, con mechones de colores; su frente era grande y protuberante; su rostro estaba arrugado y apergaminado; sus orejas eran enormes y desiguales, su nariz estaba retorcida e inflamada; tenía una barba amarillenta tachonada de manchas blancas; abría la boca y hacia muecas con ella; sus dientes estaban podridos y vueltos hacia dentro; chasqueaba la lengua y humedecía con ella sus labios; producía ruidos como si chupara y se relamiera; silbaba y entreabría sus mandíbulas; las lágrimas le resbalaban por las mejillas; temblaba y jadeaba; su complexión era azul oscura; su piel era áspera y gruesa; tenía el cuerpo curvado y ladeado; su cuello estaba torcido; tenía una joroba; y, por último, cojeaba y se apoyaba en un bastón. La anciana preguntó a Naropa:
«¿Qué estás mirando?».
«Estudio textos de gramática, epistemología, preceptos espirituales y lógica», replicó éste.
«¿Comprendes lo que lees?», preguntó la anciana.
«Sí», contestó Naropa.
«Pero ¿entiendes las palabras o el significado?», prosiguió preguntando la anciana.
«Las palabras», respondió Naropa.
La anciana se sintió deleitada, lanzó una carcajada y comenzó a danzar enarbolando su bastón al aire. Entonces, pensando que todavía podía hacerla más feliz, Naropa añadió:
«También comprendo el significado».
Al escuchar esto, la mujer comenzó a llorar y a temblar y arrojó el bastón contra el suelo.
Entonces, Naropa preguntó a la anciana: «¿Cómo es que te sentías tan feliz cuando te dije que comprendía las palabras y te entristeces, en cambio, cuando te digo que también entiendo su significado?».
La anciana respondió: «Me sentía feliz debido a que tú, un gran erudito, habías dicho la verdad y admitiste con toda franqueza que sólo comprendías las palabras, pero ahora me siento triste porque has dicho una mentira al afirmar que también comprendes su significado».
«¿Quién, entonces, conoce el sentido de las enseñanzas?», inquirió Naropa.
«Mi hermano», contestó ella.
«Por favor, llévame ante él, quienquiera que sea», dijo Naropa.
«Ve tú mismo, muéstrale tus respetos y pídele que te ayude a comprender el significado», dijo finalmente la anciana. Y tras pronunciar esas palabras, la mujer se desvaneció como un arco iris en el cielo.
El venerable Naropa reflexionó sobre la visión de la anciana que mostraba treinta y siete rasgos de fealdad y, tomando cada una de ellas como un objeto de investigación, comprendió que, desde el punto de vista externo, el samsara es sufrimiento porque contiene treinta y siete tipos de insatisfacción; que, en su aspecto interior, las treinta y siete substancias impuras que componen nuestro organismo son impermanentes y perecederas; y que, a nivel secreto, únicamente podemos realizar la conciencia coemergente a través de la meditación en las treinta y siete sendas estructurales y los treinta y siete tipos de potencialidad creativa. Seguidamente, compuso este canto:
Samsara, la tendencia a hallar faltas en los demás,
es una copa ardiente insostenible,
lóbrega mazmorra,
ciénaga de tres venenos,
temible torbellino de existencias desafortunadas,
tela de araña que nos atrapa
y trampa en la que el pájaro queda prendido.
Samsara es la prisión del señor de la muerte,
la inmersión en el pozo de la ignorancia,
el ciervo que persigue un espejismo,
el lazo del destino,
la abeja que liba miel
y la persona que ordeña la vaca de la vida
a merced de las flechas, ya disparadas, de vejez y muerte.
Samsara significa vivir acosado
por los perros salvajes del señor de la muerte
o ser como el ciervo capturado en la celada de un cazador despiadado.
Samsara quiere decir esclavitud,
quiere decir que hollamos un sendero inseguro
y que nos parecemos a bestias enjauladas.
Samsara es la pradera de la dualidad
donde corretea el corcel de ocho contingencias,
la punta de una lanza batiendo un tambor,
y el reposo entre las fauces de una bestia.
Samsara es como una frágil planta acuática,
reflejo intangible de la luna en el agua,
burbuja de confusión,
niebla fugaz y remolino,
serpiente que vence con la mirada y el contacto,
gota de miel sobre el filo de un cuchillo,
árbol de hojas ponzoñosas,
flecha envenenada de emociones perturbadoras
que hiere a aquéllos manchados con defectos,
llama expuesta al viento,
sueño irreal, la confusión,
cascada de la vejez y la muerte.
Samsara es kleshamara, el guía del engaño.
Verdaderamente, debo buscar al maestro.
Cuando acabó de decir estas palabras se deshizo de todos sus libros y pertenencias. Pero cuando anunció su intención de partir a la búsqueda del maestro que pudiera revelarle el verdadero significado de las enseñanzas, la congregación de Nalanda se reunió y, por boca del guardián de la puerta del este, efectuaron la siguiente declaración: «Ninguno de los abades anteriores mostró una erudición tan profunda como la tuya a la hora de desempeñar sus deberes y ninguno de ellos explicó la doctrina de un modo tan preciso. Tus exposiciones sobre gramática, lógica, sutras y tantras son maravillosas. Cuando efectúas la ceremonia del despertar a la suprema actitud iluminada, las confirmaciones y otros rituales, demuestras una elegancia exquisita y también eres especialmente hábil instruyendo y explicando las experiencias y las realizaciones a los practicantes de meditación. Si un abad dotado de todas estas cualidades se marcha, nos quedaremos como el pez abandonado sobre la tierra polvorienta».
Glorioso e incomparable Abhayakirti,
la congregación es la raíz del Dharma,
renunciar a ella va en contra del Dharma.
Por nuestro bien, permanece con nosotros.
Pero Abhayakirti rehusó. Entonces, el cabeza del departamento de la puerta del sur dijo:
Los compañeros son la raíz del Dharma,
abandonar a tus amigos va en contra del Dharma.
Te rogamos que te quedes con nosotros.
Ante su nueva negativa, el cabeza del departamento de la puerta del oeste suplicó:
La disciplina es la raíz de la doctrina,
quien la desdeña va en contra del Dharma.
Te rogamos que permanezcas con nosotros.
Esas palabras tampoco surtieron efecto. Entonces, los quinientos eruditos de Nalanda, el protector y los ministros le rogaron unánimemente que no les abandonara y se dirigieron a él de este modo:
Sublime y glorioso sabio Abhayakirti,
si te vas nos quedaremos sin el médico -encarnación del Dharma-
que pueda curarnos de nuestra ceguera e ignorancia.
Así pues, santo Abhayakirti, por nuestro bien,
apiádate de Nalanda y quédate con nosotros.
Sin embargo, el glorioso Abhayakirti se limitó a decir:
Todo lo que nace muere.
Todo lo que se une se separa.
¿Cómo hallaré el sendero
que conduce a la libertad y a la inmortalidad
en aquello que es tan sólo un producto del karma?
Aunque la cantidad de escrituras que conozca
sea tan vasta como el océano
y haya dominado las cinco ramas del aprendizaje
-en particular gramática y epistemología-,
si no hallo un maestro capacitado
no podré apagar el fuego de mi codicia;
y, a pesar de todas mis realizaciones,
virtudes y conocimientos suprasensoriales,
si no logro aquietar mi ambición
mediante la gracia del maestro,
que es el flujo de néctar de la esencia tántrica,
no alcanzaré jamás la comprensión de la verdad.
Por tanto, debo confiar en dGyes-pa rdo-rje (Hevajra)
y buscar con perseverancia al verdadero maestro.
«Permitid que ésta sea mi respuesta al rey, permitid que mi réplica a los bhiksus y a los eruditos sea "así es cómo debe ser". Soy un erudito versado en las cinco ramas del aprendizaje, pero tratar de apartarme del sendero que recorren aquéllos que tienen el coraje de mantener sus convicciones sería una pérdida de tiempo. Por ello, ruego a mis amables protectores que me permitan partir». Después de pronunciar esas palabras, se puso su manto sobre el hombro, cogió el cuenco de limosnas y un bastón y se encaminó en dirección del este diciendo:
Debo confiar en dGyes-pa rdo-rje (Hevajra)
y buscar al verdadero maestro.
En ese momento oyó una voz procedente del cielo que decía:
El maestro se te revelará como el mismo Buda
si confías en bDe-mchog 'khor-lo (Chakrasamvara)
Entonces, Naropa dijo lleno de júbilo:
Si desde hoy confío en bDe-mchog 'khor-lo
¿qué habrá que no pueda alcanzar?
Profundamente conmovido se postró hacia el este con lágrimas en los ojos y rezó a Tilopa. Cuando llegó al cementerio de Me-tog snam-bu levantó una choza de hierba y repitió el mantra de siete sílabas de bDe-mchog setecientas mil veces. Al cabo de un tiempo, la tierra se puso a temblar, pudo percibir una luz acompañada de una suave fragancia y escuchó una voz procedente del cielo que le decía:
En el este vive Tilopa,
encarnación del Gran Gozo
y la conciencia no-dual,
señor de todo cuanto existe.
Busca al maestro que es el mismo Buda.
Siguiendo el mandato de dicha voz prosiguió buscando al maestro durante un mes entero, dirigiéndose siempre en dirección este, pero, a pesar de todos sus esfuerzos, no pudo encontrarlo. Entonces, exclamó:
¡Ay! He buscado, pero he sido engañado por Mara
y no he podido hallar al maestro, el Buda.
En ese momento, oyó otra voz que venía del cielo:
Únicamente encontrarás al maestro
si no te entregas al demonio de la pereza.
En cierta ocasión, mientras buscaba infatigablemente -siempre en dirección este- su deidad tutelar, 'Khor-lo sdom-pa (Chakrasamvara), le hizo la siguiente predicción:
Glorioso Abhayakirti,
te he otorgado mi bendición
para que puedas encontrar al reverendo Tilopa.
¿Cómo alcanzarás conseguirás la Budeidad
si no hallas al maestro?
Busca a Tilopa en el este.
Él es la encarnación de la Budeidad,
el maestro que liberará tu espíritu.
No repares, pues, en los obstáculos.
Tras escuchar esas palabras, Naropa cantó:
Tilopa, venerable maestro,
sin ti no puedo obtener la Budeidad.
Te encuentre o no, desde hoy
no repararé en mi cuerpo ni en mi vida.
Así pues, si no me intimido ante los obstáculos,
¿por qué no voy a encontrar al maestro prometido?
Entonces, reanudó su camino hacia el este y experimentó sucesivas visiones:
Cuando llegó a un angosto sendero que discurría entre unas rocas y un río, se encontró con una leprosa sin manos ni pies que obstruía el camino.
«No entorpezcas el camino. Apártate», dijo Naropa.
«No puedo moverme. Da un rodeo si no te importa o, si no, salta por encima de mí», contestó la leprosa.
Aunque estaba lleno de compasión, cerró su nariz con aprehensión y saltó sobre ella. Entonces, la leprosa se elevó en el aire envuelta en un halo de arco iris y dijo:
Escucha, Abhayakirti,
lo absoluto, donde todo deviene lo mismo,
trasciende todos los hábitos
y limitaciones mentales.
¿Cómo esperas encontrar al maestro
si todavía te hallas sojuzgado por ellos?
En ese instante, la mujer, las rocas y el sendero desaparecieron y Naropa cayó desvanecido en medio del desierto. Cuando recobró el conocimiento, pensó: «No supe reconocer que esa mujer era el maestro; la próxima vez le pediré enseñanzas a cualquiera que se cruce en mi camino». Entonces, se levantó y prosiguió orando y caminando.
En un sendero estrecho se encontró con una perra hedionda, cubierta de gusanos. De nuevo, tapó su nariz y saltó sobre el animal que, inmediatamente, se elevó hacia el cielo envuelto en un halo de arco iris y dijo:
Todos los seres son nuestros padres por naturaleza.
¿Cómo encontrarás al maestro,
si no desarrollas la compasión del mahayana
y buscas en la dirección equivocada?
¿Cómo quieres que te acepte el maestro
si aún te consideras superior a los demás?
Tras decir estas palabras, el animal y las rocas desaparecieron. Naropa quedó nuevamente inconsciente en medio de una llanura polvorienta. Cuando volvió en sí, reanudó el viaje y sus plegarias. Poco después, se encontró con un hombre que arrastraba un fardo.
«¿Has visto al venerable Tilopa?», preguntó Naropa.
«No lo he visto. Sin embargo, tras esa montaña hay un hombre jugando una mala pasada a sus padres. Ve y pregúntale a él», respondió el hombre.
Cuando cruzó la montaña halló al otro hombre, que le dijo: «Sí, he visto a quien buscas, pero antes que te diga dónde se halla, ayúdame a girar del revés la cabeza de mis padres».
Entonces, Naropa pensó: «Aunque ello suponga que ya no encuentre al venerable Tilopa, no puedo ayudar a este canalla, pues soy un príncipe, un bhiksu y un erudito. Si busco al maestro he de hacerlo de un modo respetuoso que se halle de acuerdo con el Dharma».
Todo sucedió como anteriormente. El hombre desapareció en el centro de un arco iris diciendo:
¿Cómo encontrarás al maestro
si, para aplicar la doctrina de la gran compasión,
no rompes el cráneo del egoísmo
con el mazo de la apertura
y la generosidad puras?
Entonces Naropa se desmayó. Cuando recobró el conocimiento, todo había desaparecido, de modo que siguió caminando y rezando. Después de atravesar otra montaña encontró a un hombre que arrancaba los intestinos a un cadáver y, luego, los despedazaba. Naropa le preguntó si había visto a Tilopa y el hombre respondió:
«Sí, pero antes de que te diga dónde debes ayudarme a despedazar los intestinos de este cadáver putrefacto».
Cuando Naropa se negó a ayudarle, el hombre se elevó en el centro de un arco iris multicolor y dijo antes de desaparecer:
¿Cómo encontrarás al maestro
si, en la esfera carente de referencias,
no cortas las ataduras del samsara
con aquello que es absoluto y carente de origen?
Naropa recobró la conciencia y prosiguió su camino rezando. Poco después, arribó a la orilla de un río donde encontró a un ladrón que había abierto el estómago de un hombre vivo y estaba lavándolo con agua caliente. Cuando le preguntó si había visto al venerable Tilopa, el ladrón respondió: «Sí, pero sólo te diré dónde se halla si me ayudas». Naropa se negó y el hombre, elevándose en medio de una luz en el cielo, dijo:
¿Cómo esperas encontrar al maestro
si con el agua de la instrucción profunda
no purificas el samsara
que, aun siendo libre por naturaleza,
está manchado por el lodo de los pensamientos?
Y el hombre desapareció en el cielo.
Tras despertar de su desmayo, Naropa continuó viajando y rezando hasta que llegó a una ciudad gobernada por un rey poderoso, a quien preguntó si había visto a Tilopa. Ante lo cual, el rey contestó: «Lo he visto, pero si quieres que te indique dónde se halla, debes casarte con mi hija». Se casó con la muchacha y pareció transcurrir mucho tiempo. Entonces el rey, que parecía querer retener a Naropa, cogió la dote y salió de la estancia seguido por la muchacha. Naropa, percibiendo que esto era un conjuro mágico, pensó que podría zafarse de la situación utilizando algún conjuro del bDe-mchos rtsa-rgyud (Abhidhana-uttaratantra), pero, en ese momento, escuchó una voz procedente del cielo que decía:
¿Acaso no has sido engañado por un truco mágico?
¿Cómo esperas encontrar al maestro
si, a causa del apego y el rechazo,
caes en los tres esferas inferiores de existencia?
Y todo el reino desapareció. Cuando Naropa volvió en sí, reanudó su viaje y sus plegarias hasta que se encontró con un hombre de tez oscura que llevaba un arco y flechas e iba acompañado de una jauría de perros de caza.
«¿Has visto a Tilopa?», preguntó Naropa.
«Sí», contestó el cazador.
«Indícame dónde se halla», inquirió Naropa.
«Primero, coge el arco y una flecha y mata a ese ciervo», fue la respuesta del cazador.
Ante la negativa de Naropa el hombre dijo:
Soy el cazador que lanza la flecha
del cuerpo aparicional -libre de deseo-
con el arco esencial de la clara luz
y mata al ciervo esquivo de la dualidad
en la montaña del cuerpo
que alberga la creencia en el yo.
Mañana iré a pescar a un lago.
Después de decir eso, desapareció.
Cuando se recobró de su desmayo, Naropa continuó buscando devotamente al maestro hasta que llegó a la orilla de un lago donde había numerosos peces. Cerca de la orilla, encontró a una anciana y a un anciano que estaban arando un campo y comiéndose los insectos que encontraban dentro de los surcos.
«¿Habéis visto a Tilopa?», preguntó Naropa.
«Sí, estuvo con nosotros, pero antes de que te digamos dónde se encuentra ahora, permite que honremos a un bhiksu de tu categoría con la comida preparada por mi esposa», le respondió el anciano.
La vieja cogió algunos peces y ranas de su red y los coció vivos. Cuando invitó a Naropa a comer, éste dijo:
«Puesto que soy un bhiksu, hace mucho tiempo que no como nada después del mediodía y, aparte de eso, jamás como carne». Entonces, Naropa pensó: «Debo haber violado la doctrina budista al haber aceptado la invitación de una mujer que cuece vivos a los peces y a las ranas», y se sintió enormemente apesadumbrado. En ese momento, llegó el anciano llevando un zorro sobre sus hombros y le preguntó a su esposa:
«¿Le has dado algo de comer al bhiksu?».
La mujer contestó: «Parece estúpido. Después de prepararle la comida, me ha dicho que no la quería».
Entonces, el viejo volcó la cazuela en el fuego y los peces y las ranas salieron de la olla volando hacia el cielo. A continuación, dijo:
Será difícil que encuentres al maestro
mientras seas esclavo de tus hábitos.
Si no comes el pez de las tendencias mentales,
y, en su lugar, añoras los placeres
que fortalecen el sentido del ego
¿cómo esperas hallarlo?
Después, toda la escena se disolvió en el aire.
Tras recobrar el conocimiento, Naropa se encontró con un hombre que había atado a su padre a una estaca y puesto a su madre en una mazmorra y estaba preparándose para asesinarlos. Los padres gritaban desesperadamente: «¡Oh, hijo, no seas tan cruel!». Aunque la escena repugnaba a Naropa, se acerco al hombre para preguntarle si había visto a Tilopa, y éste le dijo: «Ayúdame a matar a los padres que me han traído el infortunio y, después, te mostraré dónde se halla Tilopa». Sin embargo, Naropa, conmovido por su profunda compasión hacia los padres del hombre, no quiso ayudarle a quitarles la vida. Inmediatamente, el hombre desapareció al tiempo que pronunciaba estas palabras:
Será difícil que encuentres al maestro
si no matas los tres venenos derivados de tus padres
-la dualidad entre esto y aquello-.
Mañana iré a mendigar.
Cuando Naropa se recuperó de su desvanecimiento, prosiguió orando hasta que arribó a una ermita. Uno de los residentes reconoció quién era y le preguntó:
«¿Cómo es que te dignas visitarnos?».
«Únicamente soy un ku-su-li-pa. Por tanto, no hay necesidad de bienvenidas», fue la única respuesta de Naropa.
Los ermitaños, sin embargo, no hicieron caso de sus palabras y le dedicaron todo tipo de honores. Interrogado por el motivo de su visita, Naropa se limitó a decir:
«Busco a Tilopa. ¿Le habéis visto?».
«Tu búsqueda ha llegado a su fin. Dentro de la ermita hay un mendigo que dice llamarse Tilopa», le respondieron los monjes.
Naropa encontró a Tilopa sentado junto al fuego friendo peces vivos. Cuando los monjes vieron lo que estaba haciendo, comenzaron a golpearle enfadados, mientras el mendigo les preguntaba:
«¿No os agrada lo que hago?».
«¿Cómo puede gustarnos que se cometan acciones negativas en nuestra ermita?», contestaron los monjes.
El mendigo chasqueó sus dedos y dijo: «Lohivagaja». Los peces retornaron al lago, y Naropa, percatándose de que este hombre debía ser Tilopa, unió sus manos en señal de adoración y le pidió instrucción. El maestro le puso un puñado de piojos entre las manos al tiempo que le dirigía las siguientes palabras:
Si quieres hollar el sendero ilimitado
que descubre la naturaleza última de todos los seres
y pone fin al sufrimiento
originado en nuestras tendencias y hábitos mentales,
debes matar primero a estos piojos.
Pero, como Naropa se mostró incapaz de hacerlo, el mendigo desapareció diciendo:
Será difícil que encuentres al maestro
si no matas a los piojos de los hábitos mentales
autoriginados y autodestructivos.
Mañana asistiré al espectáculo de un chiflado.
Abatido, Naropa se levantó y prosiguió su búsqueda. Al poco tiempo, arribó a una gran llanura donde encontró a una persona con un solo ojo, a un ciego que podía ver, a un sordo que oía, a un hombre sin lengua hablando, a un cojo corriendo y a un cadáver satisfecho de su condición. Cuando Naropa les preguntó si habían visto a Tilopa, éstos contestaron:
«No lo hemos visto, pero si realmente quieres encontrarlo, haz como sigue:
Conviértete en un digno recipiente.
Sé un discípulo con la fuerza de la convicción,
la confianza, la devoción y la certeza,
y cíñete al redil espiritual del maestro.
En lo que concierne a la visión,
utiliza el cuchillo de la comprensión intuitiva.
En cuanto al método de meditación,
doma el caballo del Gran Gozo y la Clara Luz.
En lo que se refiere a la conducta,
libérate de los grilletes de la dualidad.
Entonces, resplandecerá con brillo propio el sol
que comprende que un ojo vale lo mismo que muchos,
que la ceguera es ver sin ver,
que la sordera es oír sin oír,
que la mudez es hablar sin decir nada,
que la cojera es moverse sin apresuramiento,
que la inmovilidad de la muerte
-como el aire de un abanico-
da lugar a la brisa de lo no nacido».
De este modo, fueron señalados los símbolos del mahamudra. Después, toda la escena se desvaneció en el aire. Naropa pensó en quitarse la vida con la esperanza de encontrar al maestro en una existencia posterior. Así pues, se dijo a sí mismo: «Aunque me he encontrado con varias manifestaciones del venerable Tilopa, sin embargo, no he tenido la fortuna de verle personalmente. Mi búsqueda ha fracasado y me da vergüenza retornar. Puesto que este cuerpo, resultado de mis acciones anteriores, se ha convertido en un obstáculo para mí, debo abandonarlo con la resolución de encontrar al maestro en una vida futura». Y lleno de abatimiento cantó los siguientes versos:
Siguiendo la profecía de una dakini,
abandoné el Sangha -raíz de la doctrina-
y dejé a mis amigos bien disciplinados en el Dharma.
No escuché a quienes me daban buenos consejos
y, a pesar de los esfuerzos llevados a cabo,
no he podido encontrar al maestro.
Por ello, repudiaré el impedimento de este cuerpo
para seguir buscándolo en una vida futura.
Cuando se hallaba dispuesto a cortarse las venas con un cuchillo, escuchó una voz procedente del cielo:
Si no lo has encontrado todavía
¿cómo hallaras al maestro si matas al Buda?
¿No es a mí a quien buscan tus malos pensamientos?
Entonces, apareció un hombre de tez oscura que vestía unos pantalones de algodón, llevaba el pelo anudado en una coleta y tenía unos ojos saltones y rojizos. Temblando de emoción, Naropa se arrodilló, juntó sus manos en señal de reverencia y dijo:
¿Cómo podía aspirar a encontrar la verdad
buscándola en lo que es incierto
y pasajero como una nube?
Ay, hasta ahora no has sido muy caritativo;
por favor, en lo sucesivo muéstrame tu compasión.
Tilopa dijo: «Como el cuerpo y su sombra, desde que me encontraste con la forma de una leprosa no he estado nunca separado de ti. Las diversas visiones que tuviste se debieron a las impurezas de tus acciones negativas y, por ello, no pudiste reconocerme». Luego añadió:
Tú eres un receptor adecuado,
inmaculado, resplandeciente,
merecedor de las instrucciones del guhyamantra,
la gema-que-colma-todos-los-deseos,
la verdadera naturaleza del espíritu,
el hogar oculto de la dakini.
Entonces, Tilopa aceptó a Naropa como su discípulo, reconfortó su espíritu y le enseñó el modo de practicar plenamente el mensaje de Ye-shes mkha'-'gro (Jñanadaka) de U-rgyan (Swat) y los maestros de las cuatro transmisiones.
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