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SERIEDAD

Identificamos erróneamente seriedad y profundidad, pero nada hay más superficial que afrontar el misterio de la vida con el gesto hosco y el ceño fruncido. Nada hay que guarde tanto las apariencias como la seriedad que, en su grado extremo, es la caricatura de la pompa, el boato y la hipocresía. Como decía Oscar Wilde: “La vida es demasiado importante para ser tomada en serio”. Por eso, las personas que se consideran serias y que no saben sonreír ante la muerte, no comprenden cuál es la actitud más adecuada ante un misterio indescifrable.

La risa es políticamente incorrecta, pero la seriedad es una de las peores lacras de la sociedad. Tomarnos a nosotros mismos en serio es el origen de buena parte de los males que aquejan a la humanidad: guerras, discusiones, rencores, conflictos externos e internos de toda índole. Por ejemplo, los inquisidores, quienes se tomaban muy en serio los dogmas de su religión, acabaron con la vida de millones de personas. ¿Puede haber un uso más perverso de la seriedad?

Por eso, creo que hay que desconfiar de las personas serias que se toman en serio a sí mismas y todo lo que hacen. En mi opinión, seriedad es sinónimo de ignorancia porque no hay nadie más necio que aquel que se considera importante, que considera que sus planes son importantes, que sus palabras han de ser tenidas en cuenta, que sus deseos y sentimientos han de prevalecer sobre los de los demás.

La seriedad es unilateral, cerrada, cerril. Es incapaz de sostener simultáneamente puntos de vista divergentes e incluso contradictorios. En cambio, la risa, la alegría es síntesis de contradicciones, conciliación de contrarios.

Humor y amor son indisociables. Los payasos jamás han iniciado una guerra.

Todo lo dicho es perfectamente aplicable al dominio espiritual. Relata Alan Watts en su libro Introducción al budismo zen que un profesor universitario norteamericano, quien estaba escribiendo una tesis universitaria sobre el zen, recibió el consejo de visitar a un reputado maestro zen que vivía en una pequeña isla del mar del Japón. Decidido, lo dispuso todo y emprendió un viaje transoceánico que le llevó de San Francisco a Japón. Allí, se las arregló para viajar en barco hasta la lejana isla donde vivía el maestro. Tras un largo y penoso viaje, el especialista se personó en la choza del maestro y, sudoroso y con gesto circunspecto, le planteó la gran pregunta, la pregunta que era, en realidad, el único motivo de su viaje: “¿Qué es el zen?” 

El viejo monje abrió los ojos de par en par y comenzó a reír, primero muy despacio y, poco a poco, subiendo el tono hasta romper en una sonora seria de carcajadas, unas carcajadas interminables que le levantaron de su asiento y le hicieron revolcarse por el suelo. 

Presa del estupor y no sabiendo qué decir ni qué hacer, el estirado profesor universitario dio media vuelta, subió al barco que le había llevado a la isla y que aún no había partido, y se marchó por donde había venido. Mientras el barco se alejaba de la isla, todavía podían escucharse las clamorosas carcajadas del maestro.