PORQUE NADA PIDO
No rezo a dioses ajenos.
A decir verdad no rezo a dios alguno.
Pero rezo.
Rezo a la tersura blanda de los pétalos,
al mínimo fulgor del rocío,
al candor fugaz de una mirada,
a una hebra de luz apenas.
Rezo a las cosas más pequeñas,
a los detalles sin importancia,
al grano de mostaza, a la semilla,
a las arenas deshechas en espuma,
a las hojas amarillas de las alamedas.
Rezo a los niños sin memoria.
Rezo a ese momento breve en que creímos
bogar por encima del tiempo
imaginando ver la luna por vez primera.
Rezo a lo más bajo, lo sencillo.
Rezo al sostén de la tierra que pisamos,
a las piedras milenarias cubiertas de yedra,
a la rama vencida en la tormenta,
al caudal constante que horada cordilleras.
También rezo a lo inútil, lo feo, lo despreciado.
Rezo a los que se duelen, a los bobos,
a quienes acopian ansias ingobernables,
a los borrachos que mendigan lluvia,
al lodo y la espina, al cántaro roto,
a los vagabundos sin dientes,
y algún que otro vate fusilado.
Rezo porque tengo fe en la fe sin credenciales,
fe en la pasión y en la vida sin ambages.
Rezo no a la eternidad oculta en el cuerpo
sino a lo que de eterno tiene la carne,
a cada poro, pelo, uña, gota de saliva,
al infinito que en un solo latido cabe.
Rezo a las palabras en silencio.
Rezo al silencio en cada verso.
Y, cuando huelo, miro, acaricio, saboreo,
respiro, y hasta cuando defeco, rezo,
rezo porque nada pido.
Y rezo —no lo olvido— a tu amor humilde,
callado, humano, que tan poco exige,
a tu amor presente, a tus suspiros,
al mero milagro de estar contigo...
y porque rezar es condición natural
del amante que en nosotros vive.